El camino artístico que recorrió Rafael Arutyunyan fue un camino hacia la verdad. Vivió en armonía con los difíciles tiempos que corrían; supo reaccionar con sensibilidad y exactitud ante los acontecimientos y calibrarlos adecuadamente. Pero la principal característica de su personalidad consistió en que no se rigió en su actividad creadora por categorías como “lo moderno”, “lo permitido” o “lo conveniente”, sino por una concepción del mundo personal, humanística y armónica, que excluía la violencia y la mentira. Su trayectoria artística y la trayectoria de su vida dan testimonio de todo esto.
El bisabuelo por parte de madre de Rafael Arutyunyan, Grigor Melik-Shajnazarian, vivió en Nagorni Karabáj. De naturaleza tranquila y reflexiva, logró todo en la vida gracias a su inteligencia y a su laboriosidad. Tenía una casa espaciosa de quince habitaciones, una gran bodega con garrafas de vino añejo, un huerto y miles de árboles… En aquella época se concedían títulos nobiliarios a la gente que hacía fortuna de manera honrada y que hacía algo por la patria. Grigor Shajnarazian obtuvo de manos del zar el título de príncipe y el apellido Melik. Alegre, vital, hospitalario, siempre ayudó a los pobres. En su aldea y en su familia Grigor era zar y dios. Pero lo más sorprendente de todo es que nunca llevó armas, ni siquiera una daga al cinto, lo cual es insólito entre los habitantes de las montañas.
Quién sabe si Rafael no heredó de él su firme rechazo de la violencia… “No debería haber guerras. La violencia como tal me resulta repugnante. Hay que aprender a perdonar, porque si no nunca acabarán las guerras”, dijo mucho después durante una de las entrevistas que le hicieron.
La hija menor de Grigor Varsenik era una auténtica belleza. Se casó con el joven apicultor Ovaguim Stepanian. Más tarde, este se hizo contable. Los abuelos de Rafael vivieron feliz y pacíficamente hasta 1937, año en que Ovaguim fue enviado a Siberia como enemigo del pueblo. Allí murió. Varsenik y Ovaguim criaron cuatro hijos extraordinarios, de los que la mayor, Gojar, sería la madre de Rafael.
El bisabuelo por parte de padre de Rafael Arutyunyan, Galust Arutyunyan, era oriundo de Zangezur, en Armenia. Cuando le llegó el momento, este chiquillo campesino aprendió el oficio de zapatero remendón y se marchó a Bakú en busca de mayor salario y mejor vida. Pero por ser vago y dormilón, no logró enriquecerse. Él se distinguió por su carácter beligerante y por no temer a nada. En 1915, cuando estalló el conflicto armenio-turco y el aire empezó a oler a sangre, muchos armenios tomaron sus pertenencias y se encaminaron hacia el norte del Cáucaso. Entre ellos estaba la familia de Galust. Él, sin embargo, se negó rotundamente a marcharse y se quedó en casa solo. Cuando llegaron los azerbaijanos y golpearon a su puerta como si fuese tambor, él abrió y preguntó groseramente qué querían de él. Le contestaron que valores. “¡Fuera de aquí ahora mismo!”, les advirtió Galust. Entonces, alguien lo acuchilló en el vientre y Galust se desangró hasta morir en el umbral de su propia casa.
¿Habrá heredado su nieto Rafael, después de dos generaciones, el temperamento osado de Galust Arutyunyan? “He pasado por esta vida como persona fuerte y lo único que temí fue la muerte de mis seres queridos”, reconocería más tarde en una conversación.
Uno de los hijos de Galust, Kristofor, sería el abuelo de Rafael. Se casó con una chica de Shusha, quien también se llamaba Varsenik. Kristofor era casi analfabeto, tacaño y avaro hasta que empezó a trabajar. Empezó como recadero en una tiendita, ahorró dinero y abrió un negocio, que más tarde se convertiría en la empresa “À la Coquet”, donde vendía ropa interior femenina hecha a mano en el extranjero. Lo único que le impidió convertirse en miembro del principal gremio de comerciantes fue la revolución de octubre. El rasgo más destacado del carácter de Kristofor era su rechazo categórico de la mentira. Se ponía literalmente fuera de sí cuando pensaba que alguien quería engañarlo. Un día le soltó en plena cara a su propio hijo, el padre de Rafael: “¡No puedes decir ni una sola palabra sin que salgan también mentiras!”
¿No heredaría Rafael la sinceridad casi patológica de su abuelo? “En la familia, igual que en la vida, siempre cultivé únicamente la decencia. Porque la sinceridad es la base fundamental de la persona, su esencia”, decía.
El hijo de Kristofor y Varsenik, Suren, se enamoró de Gojar, su futura mujer, cuando aún iba a la escuela. Cuando esta todavía estaba en la décima clase Suren, que desde la infancia había soñado con la carrera militar, fue reclutado y enviado a combatir en Asia Central. Un año después, durante las vacaciones, se casaron por lo civil sin decírselo a nadie. Las vacaciones terminaron y los recién casados se trasladaron a una ciudadela militar de Uzbekistán. Unos años más tarde Suren pudo regresar a Bakú donde, al principio, se instalaron en casa de los padres de Suren. Luego alquilaron una pequeña habitación en la misma casa. Allí nacieron primero Emma y luego, en 1937, Rafael Arutyunyan.
Estos y otros muchos hechos de la historia de sus ancestros fueron recogidos con gran cariño y talento por Rafael Arutyunyan en su libro “Recuerdos de un hombre”. En la introducción él escribió: “Me senté ante la mesa de trabajo, dispuesto a abordar una tarea poco habitual para mí y con un solo objetivo: narrar acerca de personas sobre las cuales nadie más puede narrar, porque yo soy el último que queda de los que las conocían.”
Dios fue generoso al concederle dones a Rafael Arutyunyan. En su creatividad, estos dones surgen en cinco apartados: escultura, dibujo, pintura, prosa y poesía. En la vida, aún tenía más. Y quién sabe qué habría sido Rafael Arutyunyan (pintor, músico, dibujante…) si el líder del círculo de escultores pioneros “Corte de Bakú” no hubiese acertado a ver sus figuras esbozadas en escayola. Empezó a acudir a clases y desde la primera lección se contagió de una enfermedad llamada escultura, a la que se dedicó durante los 45 años siguientes.
En 1958, Rafael Arutyunyan empezó a estudiar en el Instituto Nacional de Arte de la República Soviética de Estonia. Rafael, observador y abierto a la nueva información, absorbe las lecciones como una esponja. Casi no destaca entre el resto de estudiantes, salvo quizás por su agudo ingenio y la originalidad de sus composiciones. El despliegue de estas dos cualidades da un resultado inesperado y asombroso: como trabajo de graduación, Rafael Arutyunyan no elige el tema acorde con los tiempos, más cercano a él e ideológicamente seguro del genocidio armenio, sino el tema del holocausto, sobre el que hasta entonces no se había arrojado luz alguna y doloroso para el poder vigente, por considerarlo más actual y relevante.
Tras defender brillantemente su trabajo de graduación en 1964, Rafael Arutyunyan regresa a Bakú, cumpliendo con la normativa vigente, para ganarse la vida durante un año de prácticas obligatorias. Se convierte en líder de un círculo de escultores y al mismo tiempo da clases de dibujo dos veces a la semana en una escuela. Conoce a su futura esposa Irina, al tercer día le propone matrimonio y dos meses más tarde se registran su matrimonio civil. Al finalizar ese año de trabajo obligatorio, va con su mujer a Tallinn y en el día indicado, entre los aplausos estruendosos de los estudiantes y bajo la mirada extasiada de su mujer, recibe su diploma. No obstante, no quiere volver a Bakú a trabajar: en un ambiente nacionalista no podría sobrevivir como escultor.
Nadie aceptó de buen grado la idea de mudarse a Tallin, salvo la madre de Rafael, quien lo adoraba. Ella, como siempre, entendió a su hijo y le dijo: “En Tallinn tal vez puedas labrarte un futuro. Allí el aire favorecerá tu espíritu creativo, y yo sé que tu vida solamente existe en tu creación. Aquí no tienes futuro y dudo que lo tengas nunca; yo he vivido mucho ya y sé lo que me digo.” Así comenzaron una serie de disputas y discusiones con la esposa, con cuyos padres nunca volvieron a tener relación. Los días pasaban tediosos y deprimentes. Después de un año de esta vida Rafael no aguantó más y un buen día liquidó sus cuentas, hizo las maletas y voló a Tallinn, al futuro, a lo incierto.
El destino ama a los fuertes y a los desobedientes, y por eso los ayuda. Todas las cuestiones prácticas se resolvieron rápidamente: Olav Männi lo ayudó a registrarse como residente de Tallinn, Boris Moiseyevich Bernshtein a obtener una acreditación profesional y Matti Varik le encontró trabajo. Pocos meses después llegó también su amada esposa. Había llegado la hora de organizar su vida profesional y familiar.
Rafael Arutyunyan elige el trabajo más cercano a su especialidad que encuentra y entra a trabajar en una compañía de labrado artístico de piedras. En pocas palabras, se convierte en grabador de piedras: se dedica a hacer epitafios en granito y tumbas de mármol. Este trabajo, física y moralmente duro, le da la posibilidad de trabajar tal y como desea, o sea con libertad. Cada uno paga un precio por su propia libertad; Arutyunyan no quiso ponerse a la venta.
La vida de Rafael Arutyunyan se estableció y a partir de entonces discurrió según un ritmo mesurado. Cinco días a la semana trabajaba como cantero, y durante los fines de semana y por las tardes como escultor libre y prolífico, además de marido atento y cariñoso. En 1968 vio la luz su hijo, quien llenó de luz y alegría el mundo de Rafael.
En ese entonces se acercaba ya 1970: el centenario del nacimiento de V. I. Lenin. Las autoridades decidieron renovar el monumento dedicado al líder del proletariado mundial situado frente al edificio del Comité Central del Partido Comunista y anunció un concurso público. Rafael Arutyunyan puso rápidamente manos a la obra. Según uno de los miembros del jurado, “en ningún otro monumento se advertía una cercanía semejante a la figura del líder”. Sin embargo, el fallo del jurado le otorgó solamente un premio de consolación y la dura huella de lo visto y sufrido en el transcurso de la participación en el concurso. Fue justo entonces cuando Rafael Arutyunyan se prometió a sí mismo que bajo ninguna circunstancia volvería a trabajar por encargo. Él cumplió su promesa.
Durante los años setenta, el escultor trabaja mucho e intensamente, participa en todas las exposiciones municipales, republicanas y cuando es posible, también en las de toda la Unión Soviética. Este período se caracteriza por un crecimiento creativo en todas direcciones. El maestro se pone a prueba en diferentes materiales, en diferentes géneros, en diferentes temas, busca nuevos medios expresivos. Aluminio, bronce, cobre, escayola, granito: todos ejercen sobre él una atracción invencible a través de sus posibilidades insospechadas y se tornan igualmente maleables en sus manos.
En 1971, Rafael Arutyunyan decide que ha llegado a la madurez como escultor y organiza su primera exposición individual. Aunque las esculturas no se expusieron en una sala de mucho prestigio, la exposición tuvo éxito entre los colegas del artista y entre los críticos de arte. La segunda exposición individual hubo de esperar hasta seis años más tarde, en 1977. Una de las consecuencias de la misma fue el ingreso de Arutyunyan a la Asociación de Artistas.
La atención de Rafael Arutyunyan siempre gravitó en torno al centro de la vida personal e interior. Los acontecimientos de la sociedad solamente le interesaban en tanto en cuanto afectaban al individuo. Puesto que llevó un estilo de vida mesurado y bastante hermético (cantera – taller – casa), encontraba todos los estímulos imprescindibles para su trabajo y para su felicidad en este territorio. Si la cantera era para él una necesidad irrenunciable, el taller era un imperativo creativo y la casa un trasfondo de esperanza. El destino le regaló a Rafael Arutyunyan un don raro: una vida familiar feliz. No solamente le otorgó una vida conyugal llena de confianza, amor y sensibilidad, sino también la capacidad de valorar todo ello. La figura de la esposa es un motivo que atraviesa tanto la escultura como los dibujos y las pinturas del artista: conforman su personal “Irinada”. A la esposa también le dedicó el volumen “100 poemas”.
Los años ochenta trajeron nuevas experiencias. El combate cara a cara con el granito, que duró diecisiete años, llegaba a su fin. Rafael sentía el corazón encogido e intuía que le urgía un cambio de vida. En 1983 se despide de la cantera y se coloca en la fábrica de radios “Punane RET” (“RET rojo”).
De ese mismo año, 1983, data una de las obras más expresivas del autor, “Danko”. ¿Puede considerarse una simple casualidad? ¿Hasta qué punto esta escultura temática es autobiográfica? ¿De quién es el corazón perforado por agudos rayos-agujas? ¿Cómo determinar qué dolor sufre exactamente el corazón, el del duro trabajo en la cantería o el de la carga excesiva de las penas del mundo? Las respuestas a estas preguntas solamente las sabe el propio autor.
La vida sin sobresaltos, somnolienta y estancada se acabó. Con la muerte de Brežnev en 1982, ardió la mecha de la destrucción y un país colosal y fuerte se fue deslizando hacia su propio final tras las maniobras de secretarios generales seniles, la perestroika y el desfile de soberanías. La sociedad estaba enferma debido a la guerra en Afganistán, el déficit total, las retransmisiones de las sesiones en la cámara de representantes, las declaraciones de Sajarov, el torrente de revelaciones y desenmascaramientos… Cada individuo soviético tuvo que asumir en soledad todas estas experiencias en una era de cambios: el derrumbe de la ideología, el cambio de sistema socioeconómico, la reevaluación de los valores.
La obra de este período llama la atención por su multiplicidad de niveles, facetas y significados. Parece que todos los materiales posibles le revelaron sus secretos al maestro, todos los géneros se volvieron maleables en sus manos y su lenguaje representativo sobrepasó todos los límites. No es fácil prever hacia dónde se dirigirá en lo sucesivo, pero su conocida frase “Me parece que ya he exprimido todo lo que podía exprimir de la escultura” solo la pronuncia en el año 1997 y aún se mantiene en la cumbre durante diez años. Mientras tanto Rafael Arutyunyan celebra su 50º aniversario con su tercera exposición individual en el vestíbulo de la biblioteca de la Academia de Ciencias.
La cuarta exposición personal se programó para coincidir con el sexagésimo aniversario del escultor y tuvo lugar en 1997 en el centro cultural de la calle Sakala en un edificio que se usaba habitualmente para las recepciones del presidente. En él se expusieron más de cien trabajos. Incluso un recorrido general basta para que salte a la vista cómo el artista se aparta de los cánones a los que estaba acostumbrado, una relativa pérdida de interés por los materiales naturales y la huida del conceptualismo. En lugar de las imágenes de una pieza, materiales y concretas, surge la necesidad del símbolo, el signo, la convención. Al maestro le resulta ahora pequeño el marco de la escultura clásica y trata a fuerza de talento de pugna por apartarse de él, liberándose de la dependencia evidente de los medios representativos tradicionales. La búsqueda de la verdad ya no se halla en los materiales mismos, sino en su combinatoria y en el espacio que los circunda. Rafael Arutyunyan piensa todavía con las categorías de la escultura, pero cambia su vector.
“Dragón. El resultado del sistema” (1990), “Vertedero” (1992), “Puente televisivo” (1992), “Un vuelco en el ataúd” (1992) no son tanto esculturas como construcciones complejas, en las cuales el autor busca los medios no de expresión, sino de interpretación de los actos. Están destinados a transmitir un estado de aflicción y de búsqueda intensa de nuevos medios artísticos. Un período similar de desorden y zozobra padecieron la mayor parte de los entonces ciudadanos de un país colosal que de repente cesaba de existir como tal. El doloroso colapso de un imperio poderosísimo, los trágicos conflictos entre sus partes (que nunca formaron una unidad), la estupefacción ante lo que se publicaba en los medios masivos de comunicación subvirtieron todos los parámetros usuales hasta entonces y distorsionaron los conflictos del bien y el mal. Hablando en sentido figurado, el “Dragón” de Arutyunyan vivía y respiraba en cada persona y cada uno se sentía como un “Vertedero” de la historia. “Vencer al tiempo significa expresarlo y vencer a la muerte mediante él”, dijo Rafael Arutyunyan en una ocasión. Si esto es en efecto así, él no morirá.
En 1997, justo después de su cuarta exposición individual, Rafael Arutyunyan huye de la escultura y empieza a trabajar en un nuevo género, cuyo nombre nadie conoce. Años de unificación, llenos de trabajo, inspiración y creatividad lo acercaron realmente a la verdad. Durante treinta años expresó el tiempo: ahora había llegado la hora de darle sentido. Ni la escultura, ni la pintura, ni el dibujo aislado le permitían dar cuenta de esta tarea satisfactoriamente. Le hacía falta otra cosa. La nueva tarea exigía un nuevo instrumental, una unidad interpretativa de color y volumen.
La esencia de la búsqueda de Rafael Arutyunyan la ilumina la siguiente declaración del artista: “La forma misma de la obra nunca significó para mí su existencia, sino que era un simple instrumento, un soporte que me ayudaba a transmitir a la gente mis pensamientos en un determinado punto de mi vida”. La forma que permitiera transmitir a la gente los pensamientos sobre la vida de este artista de 60 años fue, en efecto, hallada: en el cruce de caminos de la pintura mural, la escultura y el arte pop. Era al mismo tiempo algo bello, un objeto y un volumen y ofrecía posibilidades ilimitadas en cuanto a la amplitud de generalización y de expresión alegórica.
La absoluta mayoría de los cuadros de Rafael Arutyunyan presuponen la presencia de un contexto descriptivo amplio, condicionado tanto por su forma inusual, como por la peculiar estructura mental del artista. Estos son cuadros-laberinto, generados por la concepción caprichosa de un autor-guía. Hay que tener en cuenta que el marco estricto del arte representativo ya hacía tiempo que le había quedado estrecho. Poseedor también del don de palabra, tanto poética como prosaica, a principios de los años noventa ya empieza a escribir poemas donde revela e ilumina el sentido de algunas de sus esculturas. Esta actividad interpretativa en muchos géneros paralelos nos permite hablar del carácter sintético de la obra de Rafael Arutyunyan.
Tras cinco años de silencio, en 2002 en el mismo centro de la calle Sakala se abre la quinta exposición individual de Rafael Arutyunyan. En ella se expusieron 230 pinturas y obras gráficas, resultado de una labor intensa de cinco años. “Esperaba, con mucho miedo en el corazón, las reacciones del público y ni siquiera pude reunir el coraje necesario para estar en la sala en el momento de la inauguración”, diría más tarde Rafael Arutyunyan. No estamos de acuerdo con él. No hay nada en común entre el coraje y la preocupación que acompaña siempre a acontecimientos tan importantes. Entendemos por coraje la solidez moral y el valor; es decir, la capacidad de la persona de escoger su propio camino y responder de esa elección.
Y hay algo que no podemos soslayar en absoluto. La quinta exposición individual ha sido la que más éxito ha tenido. Cada día, después de la apertura, Rafael Arutyunyan entraba en la sala y se sentaba al piano. Empezaba a tocar mientras la gente entraba y continuaba entrando para contemplar su arte.
El 26 de enero de 2003 la feliz vida de Rafael Arutyunyan se oscureció al fallecer su esposa Irina. Le quedó solo una vida llena de dolor, angustia y soledad. El cincel, el pincel y el lápiz quedan abandonados desde entonces. Nadie puede predecir qué le espera en el futuro. Sobre lo que pasó en el pasado es mejor que cuente el mismo Rafael Arutyunyan: “Si echo una ojeada al camino creativo que he recorrido, llego a la conclusión de que en líneas generales estoy contento. Contento no de cómo he hecho mis esculturas; es decir, del talento con el que están hechas, ni tampoco con la cantidad de mis obras, porque estas serían muchas más si fuese yo artista independiente, sino contento porque no me he desviado del camino artístico que me tracé desde el principio, un camino a la verdad, que exige la autoafirmación y el desinterés y porque, a pesar de todas las humillaciones que me han inflingido mis propios compañeros de oficio, he continuado siendo yo mismo.”
Emma Darvis.